miércoles, 19 de diciembre de 2007

miércoles, 5 de diciembre de 2007

anaranjado color de tempestad (fragmento)

juan m. gonzález moras


Parte Tercera.

Bocetos.

(carbonillas; óleos; acuarelas)

1.

Caía. el tierno azul de la mañana en los bardales de las calles, oblicuas. Tallos, pasteles de todos los verdes y árboles, creaban informes edificios vegetales. Crestados. por penachos flexibles y bifurcados: por laberintos de leñosidades rojas. Esto bajo el aire que ondulaba suavemente. Esto de tal forma que esas fantásticas construcciones de botánico, de azar, parecían flotar en una atmósfera de oro. Que tenía la lucidez vítrea de un cristal cóncavo. Reteniendo en su esfericidad el profundo hedor de la tierra.

2.

Una muralla eterna circunda el desierto. a la orilla del mar, el cielo verde se oxida en los ladrillos del muro. Y en las paredes de las torres rojas, las olas. entrechocan miríadas de peces gordos y tuertos; mientras que un negro hidrópico amenaza con el puño a un ídolo de sal.

3. i.

Camina despacio. Aquellos túneles vegetales le dan la sensación de un trabajo titánico. y disforme. Mira deleitado. los senderos de grano rojo, en los parques. Que avanzan sus láminas escarlatas que avanzan hasta los prados, que avanzan manteles verdes, esmaltados, de flores violáceas, que avanzan o amarillas o rojas (y si levantaba los ojos, se encontraba con aguanosos pozales en el cenit).

ii.

Y si levantaba los ojos, se encontraba con aguanosos pozales en el cenit. que le producían un vértigo de caída, pues de pronto el cielo en caída, pues de pronto el cielo. desaparecía. en sus pupilas (y le dejaba en los ojos una negrura de ceguera) y un cielo en caída desaparenciendo.

iii.

Y si levantaba los ojos, se encontraba con aguanosos pozales en el cenit, aclarándosele el pensamiento. en un furtivo mariposeo de átomos de plata que a su vez se evaporaban. que avanzaban violetas. o amarillos o rojos. Transformándose en terribles azulencos ásperos y secos, ahora en lo alto, como cavernas de azul de metileno.

iv.

Y el placer. Que la mañana suscitaba el él. El goce nuevo, soldaba los trozos de su personalidad, rota. Y sentía que su cuerpo estaba.

4.

Por la entreabierta puerta de vidrios opacos siente que su cuerpo está. penetra. un rayo de sol que como una barra de azufre cercena en dos la atmósfera azulosa. penetra. y su cuerpo está.

5.

Piensa en la deliciosa criatura. Y se la imagina, soportando. A ese bruto bajo un cielo oscurecido por grandes nubes de polvo e incendiado por un sol amarillo y espantoso. Ella se marchitará. Como un helecho trasplantado a un pedregal.

6.

Al amanecer, en la sala. (Algo de) la luna pone un rectángulo azul en el encalado del muro frente a la cama. A través de los barrotes de la ventana abierta se ve el cielo encuadrado por el contramarco. Un cielo poroso y seco de azul como yeso teñido de metileno. En el retículo de los hierros tiemblan los hilos de agua de una estrella.

7.

Rueda la luna sobre la violácea cresta de una nube; avanza. las veredas, a trechos, bajo la luz lunar, están cubiertas de planchas de zinc. Los charcos centellean profundidades de plata muerta, lamiendo los cordones de granito.


(“Anaranjado color de tempestad. Reescritura poética sobre textos de Roberto Arlt”, con prólogo de Leónidas Lamborghini, fue publicado por la Editorial Paradiso, en Buenos Aires, en el año 2001)

miércoles, 7 de noviembre de 2007

La tierra y la muerte

Cesare Pavese
(traducción de juan m. gonzález moras)


i

Tierra roja tierra negra
tú vienes del mar,
del verde reseco
donde hay palabras
antiguas y cansancio sanguíneo
y geranios entre las piedras-
no sabes cuánto traes
de mar y cansancio,
tú rica como un recuerdo,
como el yermo campo
tú dura y dulcísima
palabra antigua por la sangre
juntada en los ojos;
joven, como un fruto
que es recuerdo y estación-
tu aliento reposa
bajo el cielo de agosto,
las aceitunas de tu mirada
endulzan el mar,
y tú vives revives
sin asombro, cierta
como la tierra, oscura
como la tierra, trituradora
de estaciones y de sueños
que a la luna se descubre
antiquísima, como
las manos de tu madre,
el cuenco del brasero.


ii

Eres como una tierra
que nunca nadie ha nombrado.
Tú no esperas nada
sino la palabra
que surgirá de lo hondo
como un fruto entre las ramas.
Hay un viento que te llega.
Cosas secas y macilentas
te llenan y van en el viento.
Miembros y palabras antiguas.
Tú tiemblas en el verano.


iii

También tú eres colina
y surco de piedras
y juego en las cañadas,
y conoces la viña
que de noche calla.
Tú no pronuncias palabras.

Hay una tierra que calla
y no es tu tierra.
Hay un silencio que dura
sobre plantas y colinas.
Hay aguas y campiñas.
Eres un cerrado silencio
que no cede, eres labios
y ojos oscuros. Eres la viña.

Es una tierra que espera
y no dice palabra.
Han pasado días
bajo cielos ardientes.
Tú has jugado a las nubes.
Es una tierra mala
Tu frente lo sabe.
También esto es la viña.
Reencontrarás las nubes
y la cañada, y las voces
como una sombra lunar.
Reencontrarás palabras
más allá de la vida breve
y nocturna de los juegos,
más allá de la infancia encendida.
Será dulce callar.
Eres la tierra y la viña.
Un encendido silencio
quemará el campo
como las fogatas a la noche.


iv

Tienes cara de piedra tallada,
sangre de tierra dura,
has venido del mar.
Todo lo recibes y lo escrutas
y repudias de ti
como el mar. En el corazón
tienes silencio, hay palabras
tragadas. Eres oscura.
Para ti el alba es silencio.

Y eres como las voces
de la tierra –el choque
del balde en el pozo,
la canción del fuego,
el caer sordo de una manzana;
las palabras resignadas
y sombrías en los umbrales,
el grito del niño –las cosas
que nunca pasan.
Tú no cambias. Eres oscura.
Eres la bodega cerrada,
con el piso de tierra,
donde ha entrado una vez
el chico descalzo,
y que se recuerda para siempre.
Eres la pieza oscura
Que se recuerda siempre,
como el patio antiguo
donde se abría el alba.


v

Tú no sabes de las colinas
donde se esparció la sangre.
Todos huimos
todos arrojamos
el arma y el nombre. Una mujer
nos miraba huir.
Solo uno de nosotros
se detuvo a puño cerrado,
miró el cielo vacío,
inclinó la cabeza y murió
bajo el muro, callando.
Ahora es un trapo de sangre
y su nombre. Una mujer
nos espera en las colinas.


vi

Salobre y de tierra
es tu mirada. Un día
te salpicaste de mar.
Hubo plantas
a tu lado, cálidas,
y todavía son tuyas.
El agave y el laurel.
Todo encierras en los ojos.
Salobre y de tierra
son tus venas, tu aliento.

Baba de viento cálido
sombra del sol en Leo-
todo encierras en ti.
Eres la voz de roca
del campo, el grito
de la perdiz oculta,
la tibieza de la piedra.
El campo es cansancio,
el campo es dolor.
Con la noche el gesto
del campesino calla.
Eres el gran cansancio
y la noche que sacia.

Como la roca y la hierba,
como la tierra, eres secreta;
te sacudes como el mar.
No hay palabra
que pueda poseerte
o frenarte. Recoges
como la tierra los golpes,
y les haces vida, aliento
que acaricia, silencio.
Eres reseca como el mar,
como el fruto de un escollo,
y no pronuncias palabras
y ninguno te habla.


vii

Siempre vienes del mar
y tienes la voz de roca,
siempre tienes ojos secretos
de agua viva entre hogueras,
y frente baja, como
cielo bajo de nubes.
Cada vez revives
como una cosa antigua
y salvaje, que el corazón
ya sabía y se guarda.

Cada vez es un desgarro,
cada vez es la muerte.
Nosotros combatimos siempre.
Quien se dispone al choque
ha saboreado la muerte
y la lleva en la sangre.
Como buenos enemigos
que no se odian más
nosotros tenemos una misma
voz, una misma pena
y vivimos afrentados
bajo un pobre cielo.
Entre nosotros no más insidias
Nada de cosas inútiles-
combatiremos siempre.
Combatiremos todavía,
Combatiremos siempre,
porque buscamos el sueño
de la muerte juntos,
y tenemos voz de roca,
frente baja salvaje
y un idéntico cielo.
Fuimos hechos para esto.
Si tú o yo cedemos al choque,
sigue una noche larga
que no es paz o tregua
ni muerte verdadera.
Tú ya no estás. Los brazos
se debaten en vano.
Hasta que tiemble el corazón.
Han pronunciado un nombre que es tuyo.
Recomenzar de la muerte.
Cosa ignota y salvaje
has renacido del mar.


viii

Y entonces nosotros viles
que amábamos la noche
susurrante, las casas,
los senderos del río,
las luces rojas y sucias
de aquellos lugares, el dolor
manso y mudo-
arrancamos las manos
de la viva cadena
y callamos, pero el corazón
se agitó en la sangre,
y no fue más dulzura,
no fue más abandonarse
al sendero del río-
-y nunca más siervos, supimos
estar solos y vivos.


ix

Eres la tierra y la muerte.
Tu estación es la oscuridad
y el silencio. No vive
cosa como tú
más remota del alba.

Cuando pareces despertarte
eres solamente dolor,
lo tienes en los ojos y en la sangre
pero tú no lo sientes. Vives
como vive una piedra,
como la tierra dura.
Y te visten sueños
movimientos convulsos
que tú ignoras. El dolor
como el agua de un lago
tiembla y te circunda.
Son círculos en el agua.
Tú los dejas desvanecer.
Eres la tierra y la muerte.


Cesare Pavese, nacido en Santo Stefano Belfo, Italia, en 1908 y muerto en 1950, escribió estos nueve poemas en Roma, entre el 27 de octubre y el 3 de diciembre de 1945, para una mujer: Bianca Garufi. Según él mismo relató en su diario, esta obra sería “...la explosión de energías creativas bloqueadas durante años (‘41-’45), no saciadas por los ‘pedacitos’ de Feria d’agosto y excitadas por los descubrimientos de este diariecito, por la tensión de los años de guerra y campo... que te devolvieron una virginidad pasional (a través de la religión, el alejamiento, la virilidad)... en una ocasión que mezcla mujer, Roma, política...” (Diarios, 17 de diciembre de 1949). El conjunto de poemas fue posteriormente publicado en revistas y antologías poéticas, hasta su inclusión en la colección de poemas completos que del autor hizo tiempo después la editorial Einaudi.
Los textos para esta traducción fueron tomados de la edición italiana: Cesare Pavese, Le poesie, Giulio Einaudi editore, Torino, 1998.-

lunes, 29 de octubre de 2007

Viaje al Lago del Desierto



por Juan González Moras


No más que un nuevo vuelo para cada uno de nosotros.

Aunque, de todas maneras, a las dos horas cincuenta minutos totales pautadas por el piloto para hacer el viaje hasta Río Gallegos, pudimos sacarles el jugo: además de poder observar, al principio, un compacto colchón de nubes, pudimos ver, luego, sucesivamente: Península de Valdés, con sus acantilados y golfos cristalinos, Puerto Madryn en un inmejorable sobrevuelo a 10.000 metros, Trelew, y parte del increíble trazado de la RN 3, atravesando, tan cerca del mar y tan lejos del resto, la estepa.

Casi llegando ya, un intenso atardecer a la izquierda, y abajo, la desembocadura del Coyle y, finalmente, Punta Loyola y su puerto, la ría en que se transforma a esa altura el Río Gallegos, brevemente la ciudad, el aeropuerto, el campo a los costados cada vez más cerca, la pista, el golpe seco en el asfalto y los frenos y turbinas en reversa.

No hay nada como estar felizmente extenuado. Cansado de andar. Y más, mucho más, cuando el tiempo se había dispuesto, o predispuesto, para el descanso.

Rara cosa la del turismo para aquellos que nos hicimos viajando. Pero viajando porque no quedaba otra, por necesidad. Por vivir lejos de todo. Viajar, para aquellos que hemos andado un poco, aunque sea solo para llegar a nuestras casas, es algo que difícilmente pueda mezclarse o mutar en la idea de turismo que hoy encierran los viajes.

Claro, no es ninguna novedad. La crítica al turismo como estilo de vida o salida, como forma de conocer, no es novedad. Pero sí, a veces, la experiencia de un viaje no turístico.

Si el turismo, como posmoderna forma predispuesta para asumir el placer, el ocio, el despilfarro, implica merodear solo por la superficie de paisajes paradisíacos, remotos pueblos o parajes, comidas y danzas y vestimentas alguna vez típicas; si ese turismo implica andar y andar para, en definitiva, quedar atrapado en una y mil postales, para -en definitiva- descansar y comer y vestirse en hoteles y restaurantes y comercios que podrían estar situados en cualquier lugar, también turístico, del planeta; si eso es el turismo, entonces nuestro viaje al Lago del Desierto, fue otra cosa.

Otra cosa que viene, creo, inevitablemente, de la mano del viajero que te guía en la travesía. De la relación que tiene y demuestra por esos parajes. Y de la amistad ofrecida.

El viaje, así, es, en sí mismo, un fin. El viaje se transforma en un encuentro. Encuentro entre los viajantes, primero. Y de éstos con la ruta, después. Encuentro que nos deparará siempre largos silencios y largas charlas. Cuentos repetidos. Historias pasadas pero que se convierten, otra vez, en nuevas historias. El paisaje ayuda. Ese que parece plano, amarillo, ocre, desértico, monótono. Pero no lo es. Como no lo son los guanacos y los ñandúes que a cada rato nos sobresaltan. Ni las dos águilas moras que vemos posadas en un alambre. O el cóndor que nos sobrevuela mientras contemplamos, parados en un alto en la bajada de Miguens, ya llegando a El Calafate, unas vistas del Lago Argentino y el río Santa Cruz abajo, de la cordillera de los Andes, del Chaltén y sus agujas recortadas perfectamente en un horizonte que -estando a más de 200 kilómetros- sin embargo se deja ver.

Pareciera que el andar por el andar en estas rutas nos lleva, o nos trae, siempre, a algún remoto nomadismo que todos debemos llevar en los genes.

Ayudan también los días, a pleno sol y con poco viento. Ayudan porque nos hacen un poco más amable, o menos intransigente, aquella inmensidad. La que parece querer devorarlo todo.

Y el Lago del Desierto que nos sorprende tanto. A los que no lo conocíamos. Porque no esperábamos más que un páramo desolado apoyado en la cordillera. Y nos encontramos con ese pozo de agua esmeralda rodeado de montañas totalmente cubiertas de distintos verdes; con las costas de arena, piedra y lengas podridas, con la bruma fría bajando, con las lengas alrededor, con los ventisqueros y glaciares arriba, con el viento ondulándolo todo. Haciéndonos vibrar como si fuéramos las cuerdas de un instrumento sonando en la intemperie.

miércoles, 17 de octubre de 2007

en torno a "versos aparecidos" de Carlos Aiub



por juan gonzález moras


Cuando abordé versos aparecidos, no sin muchos de los prejuicios forjados de la mano de tantas lecturas piadosas sobre el arte militante, me encontré inmediatamente con algo distinto.

Me sentí desde el vamos demasiado cerca de la escritura de Carlos. Fundamentalmente desde el punto de vista formal, estilístico. Me resultó una escritura contemporánea, colega en las formas de decir de nuestros tiempos.

No tanto desde la temática general que lo impregna, de la cual me separa un abismo generacional. Y esto último, a su vez, no porque generacionalmente no se produzcan esos encuentros con la política, sino porque la política está en otro lugar.
Ese cotidiano político, propio de la militancia de una época y de una generación, no está. Al menos, creo, no está generacionalmente hablando (si vale la burda generalización).

Aiub es un poeta no literato. Y se nota. Viene de las ciencias, no de la literatura. Ni con mayúscula ni con minúscula. Su obra es, a la vez, poética y no literaria. No porque carezca de méritos literarios sino porque, creo, está concebida totalmente fuera de ese registro. De esas necesidades formales que impone, queriéndolo o no, la literatura. Y por eso, creo, me siento también tan cerca de sus versos.

Versos aparecidos es un verdadero poemario. Al margen de las dudas, y las preguntas y respuestas que trata de encontrar Juan en el prólogo, entiendo que Carlos construyó un poemario o, como yo lo entiendo, una colección de poemas destinados a trascender bajo la forma de un libro.

La sola existencia de un cuaderno con los poemas transcriptos en un orden (no precisamente cronológico), ya nos da una pauta clara de que se trata de una selección de poemas.

Yo que, como dije, me siento cerca de esa escritura por ser, también, un poeta no literato, me encontré también, rápidamente, al leer los versos aparecidos con los tantos cuadernos y carpetas que desde la adolescencia fui llenando a modo de libros. De poemarios.

Porque, al fin de cuentas, un libro no comienza a existir cuando es publicado, sino mucho antes, precisamente cuando su autor le da forma.

Versos aparecidos es el título que, entonces, se le ha dado a un libro, a un poemario, escrito por Carlos y sostenido materialmente en un cuaderno. Un libro privado que, ahora, es público.

Pensar o preguntarse en el destino de ese libro, el destino que su autor le habría trazado es entrar en un terreno azarozo. No solo por la ausencia de Carlos. Sino, fundamentalmente, porque todo libro, como obra, interpela a su autor en cuando a su destino. Un libro no necesariamente se escribe para ser publicado, para ser comunicado, pero no por ello deja de ser un libro.

¿Y qué había en ese libro? Bueno, tantísimas cosas. Hay un lenguaje poético; una forma de escritura que juega todo el tiempo con el monólogo y el soliloquio y que a la vez no deja de interpelar a distintos actores: a los compañeros de militancia, a la mujer amada, a Dios, al país y la sociedad por la cual se lucha. Hay versos escritos con una libertad muchas veces insostenible para la época. No hay mayúsculas, ni prácticamuchos signos de puntuación. Pero sí hay un ejercicio respiratorio, un ritmo sostenido en el decir. Una enorme melancolía anticipada. Mezclada con alegrías, fugaces momentos extasiados y el convencimiento de que hay un camino y hay que seguirlo hasta el final.

Y una descarnada y muy pocas veces conocida versión del cotidiano militante de aquellos días. Por cierta precariedad en esas prácticas, por el mode de acercamiento de la “política” al “pueblo”, por las ideas de Perón que sobrevuelan el discurso, por las dudas, las tantas y crueles dudas que se levantan todo el tiempo frente a Carlos.

Además de recuperar a un poeta, versos aparecidos nos devuelve mucha de la poesía de esos años que no vivimos y que sin embargo llevamos tan marcados en la espalda.


"Versos aparecidos" (Libros de la talita dorada, colección Los detectives salvajes, City Bell, 2007) es un poemario de Carlos Aiub, desaparecido durante la última dictadura militar, publicado por sus hijos Ramón y Juan Aiub Ronco, y presentado en el Galpón de Encomiendas y Equipajes del Grupo La Grieta, en julio de 2007.

jueves, 27 de septiembre de 2007

ripio



por Juan M. González Moras

Desvío a 200 metros. A la derecha. Precaución. Obra en construcción. Hombres trabajando. Circule despacio. Máxima 20.

Ripio. La ruta siempre hecha mierda. Este pedazo de ruta reventada por los camiones con cadenas que la cruzan en inviernos que parecen del polo, en inviernos que lo cubren todo. Todo lo que sea que existe en esta estepa alejada del mundo.

Ripio vaya a saber uno hasta cuando. Seguro, por lo menos, hasta San Antonio. Hasta Las Grutas. Por suerte no anda nadie, no vuelan piedras.

Pensar que hace casi catorce horas que estamos viajando. Desde las cuatro y media. Cuatro y media los desperté, habremos salido a las cinco. El baúl ya estaba cargado. Y está que revienta. Me hubiera tomado unos mates tranquilo antes de salir, mirando por la ventana, porque ya amanecía. En verano amanece temprano. Me hubiera quedado escuchando un poco ese quejido del viento, suave, como estaba a la mañana, y el grito de los pájaros.

Pero no, mejor salir enseguida, porque si no el día arriba del auto es interminable. Te agarra todo el sol en la ruta. No avanzas nada. Avanzar. Ir contra reloj. Esa bestia inexorable. Avanzar sabiendo que hay relaciones que no se pueden romper. Distancia, velocidad, tiempo.

Aunque uno siempre piense en romperlas. Cómo quisiera uno llegar alguna vez hasta la lagunita que se forma al final de la ruta cuando da el sol. Esa laguna inalcanzable.

Avanzar. Ahora en el ripio. Con una mano en el parabrisas, cuando se cruza otro auto. Con la otra en el volante sacudido por el serrucho del ripio.

Avanzar. O solamente andar. Poniéndose un destino imaginario de los que están trazados en los carteles, de los que existen porque están en los carteles. Llegaremos hasta Viedma, hasta Río Colorado? Hasta Bahía, quizá. Podemos parar ahí en el Automóvil Club. Tiene unas piecitas como de motel en la ruta, de esas que hicieron por todos lados. En Madryn, en Río Colorado, en Azul. Como telos, pero decentes. Del Automóvil Club. Para camioneros y para familias. Para esos tipos gruesos de La Sureña o Transportadora Patagónica. Hartos de dormir en sus camiones, helados, picados por las piedras y el viento.

Avanzar. Hasta la civilización. Vamos a la civilización; las fiestas, los regalos, las vacaciones, esa es la civilización. Lo que vamos a conquistar cada año después de todo un año de estar, para los otros, como guarecidos. Escondidos del mundo.

En San Antonio hay una estación de servicio donde podemos tomar un café con leche. Y comprar algunas galletitas, y agua mineral. Donde los pibes pueden bajar a dar una vuelta.

No se si es Automóvil Club, puede ser. El Automóvil Club es como YPF, otro de los inventores de la Patagonia. Como la ruta 3. Una de las pocas razones por las que toda esta geografía no desapareció del mapa o del tiempo.


Precaución. Máxima 20. San Antonio Oeste, Viedma, Bahía Blanca. Avanzar. Como en un viaje interminable. Andar. Y pensar que siempre me gustó este viaje.