lunes, 29 de octubre de 2007

Viaje al Lago del Desierto



por Juan González Moras


No más que un nuevo vuelo para cada uno de nosotros.

Aunque, de todas maneras, a las dos horas cincuenta minutos totales pautadas por el piloto para hacer el viaje hasta Río Gallegos, pudimos sacarles el jugo: además de poder observar, al principio, un compacto colchón de nubes, pudimos ver, luego, sucesivamente: Península de Valdés, con sus acantilados y golfos cristalinos, Puerto Madryn en un inmejorable sobrevuelo a 10.000 metros, Trelew, y parte del increíble trazado de la RN 3, atravesando, tan cerca del mar y tan lejos del resto, la estepa.

Casi llegando ya, un intenso atardecer a la izquierda, y abajo, la desembocadura del Coyle y, finalmente, Punta Loyola y su puerto, la ría en que se transforma a esa altura el Río Gallegos, brevemente la ciudad, el aeropuerto, el campo a los costados cada vez más cerca, la pista, el golpe seco en el asfalto y los frenos y turbinas en reversa.

No hay nada como estar felizmente extenuado. Cansado de andar. Y más, mucho más, cuando el tiempo se había dispuesto, o predispuesto, para el descanso.

Rara cosa la del turismo para aquellos que nos hicimos viajando. Pero viajando porque no quedaba otra, por necesidad. Por vivir lejos de todo. Viajar, para aquellos que hemos andado un poco, aunque sea solo para llegar a nuestras casas, es algo que difícilmente pueda mezclarse o mutar en la idea de turismo que hoy encierran los viajes.

Claro, no es ninguna novedad. La crítica al turismo como estilo de vida o salida, como forma de conocer, no es novedad. Pero sí, a veces, la experiencia de un viaje no turístico.

Si el turismo, como posmoderna forma predispuesta para asumir el placer, el ocio, el despilfarro, implica merodear solo por la superficie de paisajes paradisíacos, remotos pueblos o parajes, comidas y danzas y vestimentas alguna vez típicas; si ese turismo implica andar y andar para, en definitiva, quedar atrapado en una y mil postales, para -en definitiva- descansar y comer y vestirse en hoteles y restaurantes y comercios que podrían estar situados en cualquier lugar, también turístico, del planeta; si eso es el turismo, entonces nuestro viaje al Lago del Desierto, fue otra cosa.

Otra cosa que viene, creo, inevitablemente, de la mano del viajero que te guía en la travesía. De la relación que tiene y demuestra por esos parajes. Y de la amistad ofrecida.

El viaje, así, es, en sí mismo, un fin. El viaje se transforma en un encuentro. Encuentro entre los viajantes, primero. Y de éstos con la ruta, después. Encuentro que nos deparará siempre largos silencios y largas charlas. Cuentos repetidos. Historias pasadas pero que se convierten, otra vez, en nuevas historias. El paisaje ayuda. Ese que parece plano, amarillo, ocre, desértico, monótono. Pero no lo es. Como no lo son los guanacos y los ñandúes que a cada rato nos sobresaltan. Ni las dos águilas moras que vemos posadas en un alambre. O el cóndor que nos sobrevuela mientras contemplamos, parados en un alto en la bajada de Miguens, ya llegando a El Calafate, unas vistas del Lago Argentino y el río Santa Cruz abajo, de la cordillera de los Andes, del Chaltén y sus agujas recortadas perfectamente en un horizonte que -estando a más de 200 kilómetros- sin embargo se deja ver.

Pareciera que el andar por el andar en estas rutas nos lleva, o nos trae, siempre, a algún remoto nomadismo que todos debemos llevar en los genes.

Ayudan también los días, a pleno sol y con poco viento. Ayudan porque nos hacen un poco más amable, o menos intransigente, aquella inmensidad. La que parece querer devorarlo todo.

Y el Lago del Desierto que nos sorprende tanto. A los que no lo conocíamos. Porque no esperábamos más que un páramo desolado apoyado en la cordillera. Y nos encontramos con ese pozo de agua esmeralda rodeado de montañas totalmente cubiertas de distintos verdes; con las costas de arena, piedra y lengas podridas, con la bruma fría bajando, con las lengas alrededor, con los ventisqueros y glaciares arriba, con el viento ondulándolo todo. Haciéndonos vibrar como si fuéramos las cuerdas de un instrumento sonando en la intemperie.

5 comentarios:

cristopo dijo...

Cuando escribiste "angel cuervo" pintaba que tenías cierto talento. Parecía promisorio tu futuro poético. Ojalá algún día retomes la senda.

Juan M. González Moras dijo...

cristopo, quién serás.... evidentemente nos conocemos..., me alegra tu atención y consideración para con mis escritejos. Poesía, después de angel cuervo, escribí y mucha, aunque publiqué poca. Ya saldrá. Y ahí, en todo caso, veremos si no son un poco apurados tus comentarios.

cristopo dijo...

No me mal interpretes: yo aún te tengo fe. Tengo fe en tus anaranjados colores de tempestades mentales. Yo he escuchado tu canto de despedida mientras otros arrojaban un armario por la ventana de un segundo piso.

Juan M. González Moras dijo...

Fe y mucha hay que tener para seguir escribiendo (cualquier cosa). Empezar es fácil, seguir, llegados a un punto (que cada cual sabe cuál es), no.
Hasta el más desesperanzado canto implica un poco de fe.
Por lo pronto, me he volcado, desde hace unos años, al lenguaje musical. mucho más ecléctico, ligero y, solo por ahora, más movilizador que el de los versos.
Desvíos...

Anónimo dijo...

- La fe en el turismo
recorrí ciudades con antiquísimas y hermosas iglesias a las que nunca entré por la sencilla razón de que no voy a casas de amigos a ver los muebles.
Aún así no puedo dejar de pensar que la descripción de tu viaje al lago no es más trascendental que la de los pibes que contaban como choreaba en los supermercados frances mientras esperábamos en la federal por los pasaportes.